MAYO, MES DE COMUNIONES.
Pequeñas bodas, pequeños contrayentes de ilusiones, de ganas de que termine la ceremonia para asistir a la mayor fiesta en la que ellos serán los protagonistas. Acto social en que cada vez se diferencia menos de cualquier boda.
Padres que piden prestamos para no ser menos que cualquier otro. Asistentes que poco escuchan al párroco, cargados de cámaras de fotos y de video.
Mujeres que se pasan la misa haciendo reconocimiento de los ropajes de sus iguales y luciendo orgullosas modas y joyas.
Madres nerviosas, orgullosas de sus retoños. Abuelas de lágrimas fáciles, al ver sus pequeños descendientes como princesitas o pequeños almirantes. Padres de traje, con ganas de que acabe pronto todo, para regresar a casa sin corbatas. Encuentros familiares, con la excusa perfecta para reencontrarse. Asistentes que acuden algunos solos por obligación, otros por acompañar a la familia.
Ayer estuve de comunión. Uno de mis sobrinos era nuestro protagonista. Dejó de ser travieso al menos el rato que duró la misa. Luego fue el de siempre, un niño más.
Me hizo regresar en el tiempo y recordar la de mis hijos y la mía propia.
Aunque sólo recuerdo mi vestido largo, mi medalla de oro que me regaló una abuela, mi esclava y mi pequeña fiesta. Por aquellos entonces recuerdo que pedía perdón cada anochecer y prometía de rodillas que al día siguiente iba a ser mejor. Pero la mañana siguiente llegaba y no sé si era mejor, pero sí que volvía a inclinarme en una esquina de la cama llena de culpas por cualquier tontería de niños…
Gran observadora como soy, mientras asistía ayer a la iglesia me preguntaba si todo esto no era una pantomima más y si hemos perdido un poco, el verdadero sentido de la comunión o nos vemos obligados a realizarla como sólo un acto social para no quedar mal con la sociedad.
No veo mal que se realice, ni que se pierda la costumbre, quienes crean, pero… ¿no podría ser más sencilla y menos actuada?